Era 1959, todo el profundo sentido de la libertad que siempre caracterizó a John Coltrane se conjuga en 37 minutos de música. En medio del suceso que significó la grabación del mítico «Kind of Blue» con el quinteto de Miles Davis, y siendo un fijo de aquel estelar combo, sus nuevas e incesantes búsquedas musicales tensionan la relación con Miles y también con su público, quienes no comprenden las direcciones ni la extensión de sus solos, apuntando a un infinito tan inabarcable como incomprensible, y eso que es 1959 y el mundo ya ha conocido de revoluciones vía Charlie Parker, Charles Mingus, Ornette Coleman y el mismo Miles Davis.
Miles fue quizás el músico más imaginativo y visionario de la historia, sin embargo como trompetista era mucho más limitado. No así Coltrane, quien parecía empeñado en darle a cada solo nuevas posibilidades a su instrumento. Con un músico como aquel a su lado, era imposible continuar, se hacía incluso difícil seguirlo, los bajos y platillos sudaban. No se puede estar cerca de un volcán en erupción, tarde o temprano resultarás dañado. Lo mejor es echarse atrás y contemplar con esa mezcla de terror y admiración cómo el paisaje y las cosas van cambiando, sin saber el destino claro de todo esto, sólo saber que está cambiando. La cabeza del saxofonista no daba más de ideas y todo se conjugó a la manera de dos movimientos ocurridos prácticamente en el mismo compás. El primero. Apenas un mes luego de participar de las grabaciones del álbum de jazz más importante de todos los tiempos, se dedicó a componer, grabar y sobre todo liderar su propia revolución dentro del jazz, llevando la técnica y lo físico al límite y abriendo insospechadas y frenéticas posibilidades armónicas. Aquello fue «Giant Steps. El segundo. Dejar a Miles. Ya vendrán «My Favorite Things», «Ole», «A love Supreme» y «Ascención», entre otras tantas joyas incluidas las maratónicas y alucinantes jornadas del «Live At Vanguard Village», pero fue éste el primer y seminal paso, los pasos gigantes de Coltrane al ataque, hacia adelante y sin retorno, lanzados a la eternidad desde su saxo, porque el jazz, como la vida misma, necesitan y merecen estos riegos.