Cada cierto tiempo vale la pena recordar al gran Jaques: poeta y cantante, histriónico intérprete, un hombre que amaba la libertad. Brel era mucho más que su famosa canción “Ne me quitte pas”, que a la larga le pesaba, porque muchos lo asociaban exclusivamente a esa imagen de hombre sufrido y enamorado. Y es verdad, el registro audiovisual es impresionante, teatral, como si realmente se le estuviera yendo la vida por una mujer. Pero Jaques Brel era muchísimo más que eso, habló del amor, es verdad, pero también cantó sobre la hipocresía de la clase alta (que conocía bien porque de ahí venía), del paso del tiempo y cómo envejecemos, de las injusticias sociales y de los amigos perdidos con el correr de los años. Brel cantaba sobre las cosas con alma, esas que se olvidan con las preocupaciones diarias y muchas veces valoramos cuando ya no están.
Verlo en vivo debe haber sido una experiencia única, porque ahí desplegaba su faceta teatral, llevando sus canciones un nivel más allá, haciendo carne la emoción de las letras. La alegría, tristeza o rabia, todos los sentimientos se tomaban su cuerpo y los expresaba en el escenario. En los pocos registros que se pueden ver actualmente, se observa su asombroso talento interpretativo, que sumado a sus precisas composiciones explican la fascinación que provocó en el mundo.
Nacido en 1929 y criado en una Bélgica gris y plana que él mismo describía en sus canciones, Brel se fue a los 20 años de edad a Francia para desarrollar su carrera de músico, y lo logró de gran manera. En corto tiempo logró la fama, miles de discos vendidos y un público que se rindió a sus pies. Fue uno de los más grandes exponentes de la “Chanson” francesa en la década de los 50 y principios de los 60, cantando sobre las inquietudes sociales y religiosas de esa época.
Sin embargo, Brel no quería estar amarrado toda la vida a la esclavitud de las compañías disqueras, las interminables giras y las luces de los escenarios. A los 37 años se retiró de la música y después de un breve paso por el cine, viaja a las polinésicas Islas Marquesas, específicamente a la isla Hiva Oa, para nunca más salir de ahí. En esos años comienza una lucha contra el cáncer que terminará llevándoselo, pero Brel quiere disfrutar esta etapa de su vida. Se compra una avioneta y se convierte en taxi aéreo de sus vecinos isleños. Los lleva gratis, conversa largamente con ellos y también consigue un pequeño barco con el que navega por las tranquilas aguas del Pacífico.
Pero algo más quedaba para su público. En 1977, luego de muchos años desaparecido del mundo musical, Jaques Brel viaja sorpresivamente a Paris y graba su último disco titulado simplemente “Brel”, que será otro exitazo. La gente ama a Jaques y lo admirará siempre. Pero él quiere seguir en su isla y vuelve a vivir allá. Después de muchos amores su última pareja será una isleña de Martinica. Con ella comparte sus días finales. El poeta muere joven, a los 49 años en un hospital de Paris, dejando encargado su deseo de ser enterrado en su querida isla polinésica de Hiva Oa, en el mismo cementerio donde ya descansaba su admirado pintor Paul Gauguin.
Desde ese día, cada cierto tiempo es bueno hacer un brindis en memoria de Jaques Brel. Escuchar su música, comprender sus letras, ver sus actuaciones. Siempre le hace bien al alma un poco de buena poesía.