Trompetas por Cuturrufo

Cuesta aceptar su muerte porque estaba tan lleno de vida. Habrá que acostumbrarse ahora a cierto tipo de silencio. Va a ser un desafío el jazz chileno sin su presencia. Su muerte amenaza también con llevarse muchas cosas, esperemos que no ocurra. Sería ese el mejor homenaje. Tomar el legado sin pensarla mucho pero sin extraviar ni el ritmo ni el tono, como si de una Jam se tratase. A pesar de su temprana partida, no tuvo una carrera corta, y en ella apostó a expandir las fronteras de un género tanto a nivel interpretativo como de audiencia. Cuando pienso en Cuturrufo, pienso en una cruzada a caballo sobre la música, en una mano una trompeta como arma, en la otra una piscola como escudo. Su énfasis fue la determinación de una conquista personal por ser el mejor como le sugirió su padre (que lo fue) y por llevar el jazz a un nuevo destino, por ejemplo, sacarlo a pasear por La Higuera, Andacollo o Playa Changa. Tocaba con todos, en cualquier escenario y con cualquier trompeta. 

El azar puso en sus manos una trompeta originalmente regalada a su hermano cuando niños, quizás por eso nunca supo los detalles técnicos del instrumento. Tampoco de los que le sucedieron. Nunca fue tema. Sólo que sonara. Así se había maravillado. Mientras funcionara la física del tubo y las válvulas la magia de la música se hacía presente. Lo demás corría por su cuenta. Tal vez por esa autoconfianza que afortunadamente nunca necesitó de falsas modestias y tal vez porque el jugar / tocar (para su caso el verbo es el mismo) desde los siete años con un instrumento lo vuelve ya una extensión del cuerpo. Lo único que tuvo claro fue que en la última etapa de su carrera se decantó por esa variante llamada Fliscorno y por eso el sonido tan grave como enigmático que finalmente lo distinguió, que sabía ser fiesta y melancolía por partes iguales.

Entró con todo en la escena jazzera nacional durante la primera década del nuevo siglo alternando entre grabaciones y presentaciones a un ritmo frenético. En sólo diez años editó 8 discos, todos de calidad internacional, siempre rodeado de los mejores músicos. Destaco tres. Su debut en el 2000 con Puro Jazz, donde como su nombre lo indica, desde arenas más tradicionales (fundamentalmente bebop) avisó sobre las posibilidades que como líder podía ofrecer. Como instrumentista ya lo venía haciendo hace un rato. Había tocado con prácticamente todos y por eso la lista de músicos de estas grabaciones es impresionante. 

Luego está esa cumbre interpretativa que es Latin Jazz el 2002, con un inspirado y sabroso combo que tuvo a bien contarnos lo que ocurre cuando New Orleans y Cuba se encuentran en Chile. Otro disco importante fue Jazz de Salón el 2004 junto a Valentín Trujillo. Esta joya es también un punto de inflexión para su carrera ya que fue gracias al tío Valentín que profundizó en la exploración melódica y la expresividad del silencio, entonces comprendió que no siempre rapidez y sonido eran sinónimo de efectividad y sentimiento. Entrar a tocar con el entrañable pianista chileno fue siempre una gran sala de clases para el gordo. Con estos tres discos editados en menos de 5 años, Cuturrufo instaló sus banderas en el jazz y ya no había nadie con argumentos ni derechos capaces de quitarlas. 

Estuvo 9 años sin disco propio hasta que el 2019 lanzó Socos, su última producción con un guiño hacia lo vernacular y los territorios y escenas que lo rodearon desde su niñez. Una obra importante pero sobre todo fundamentalmente para él, es también su primer disco producido en vinilo. Quizás el último gran trabajo grabado fue el que lo llevó a tocar en el emblemático Blue Note de Nueva York junto a The Chilean Project el año 2016, un cuarteto que hizo historia junto a Christián Gálvez, Nelson Arriagada y Alfredo Espinosa. Las posibilidades del que fuera uno de los más potentes grupos de jazz surgido en los últimos años quedaron truncadas pero quedó el registro de un concierto memorable, un viaje de atmósferas y capas sonoras explorando armonías y tempos y uniendo los particulares universos de cuatro inspirados y emblemáticos ejecutantes. Las noticias sobre qué se estaba creando por estos lados superarían con creces las anécdota nominal del nombre. 

También quedó truncado el camino emprendido junto a Jorge Campos y Pedro Greene en los últimos años. Queda el consuelo de haber tocado mucho y encontrar nuevos rumbos, más sintéticos y compactos, acercándose a estados más eléctricos y rockeros. Su participación en proyectos como Vernáculo o Cutus Clan son también muy interesantes pero su naturaleza y eficiencia grupal es distinta cediendo además el liderazgo a su hermano Rodrigo en algunos casos o simplemente al apellido Cuturrufo en otros.  

Más allá de consideraciones estéticas y/o discográficas, Cuturrufo fue además el gran vínculo nacional del jazz con el mundo (junto a ese otro monstruo que es, que afortunadamente es Christian Galvez) y no sólo desde sus credenciales como aventajado trompetista. A sus innumerables conciertos en varios continentes, consolidó su rol como gestor en festivales por todo el país y abriendo importantes clubes de jazz. Gracias a su gestión como programador diversas comunas disfrutaron la presencia de artistas nacionales y extranjeros que de otra manera difícilmente hubieran llegado por esos lados. 

Pero también fue el vínculo con el propio Chile. Y ese esfuerzo además lo une en la línea de creación y difusión de artistas como Roberto Parra. Desde sus respectivos contextos y épocas hay un país profundo donde se encuentran. Ese Chile festivo, presencial y multicolor que persiste pese a la fugacidad seria, virtual y gris que parece adueñarse del cotidiano. La vida de puerto marcó sus historias y afinó sus instrumentos, les dio el pulso. Por eso lo primero que escuchó Cuturrufo no fue la Orquesta de Duke Ellington si no la de Humberto Lozan. Su referencia no eran clubes de jazz si no cantinas de pescadores. Y claro, después de todo el jazz en sus inicios era prácticamente una música de boliches y mala muerte. A pesar de las vueltas por medio mundo, nunca pudo ni quiso sacudirse la vida coquimbana, por el contrario, volvería a ella física y musicalmente hasta el fin de sus días. Tal vez habría que empezar a hablar del Jazz Shoro, pariente cercano y directo del Jazz Huachaca. Fue capaz de unir en su biografía escénica a Wynton Marsalis con Los Vinking 5 y ese sólo gesto era capaz de hacernos creer que el jazz podía llegar a ser oído en las poblaciones. Porque finalmente el swing y la cumbia beben de la misma fuente negra y es ahí donde las etiquetas se vuelven estériles y él lo sabía y por eso antes que presentarse como un jazzista él decía que era un músico que también tocaba jazz.

Lo recuerdo por Eduardo de la Barra en La Serena cerca de las 1 am. Iba caminando con su trompeta en la mano sin funda, colgando como quien sale a comprar el pan. Conocía la calle, se le notaba, lo hacía notar. Acababa de ser aplaudido en un teatro lleno y ahora nos invitaba con Matías Hernández a seguir el mambo a un local diez veces más pequeño. Llegamos y tocó por dos horas más como si la noche recién estuviera partiendo. No se me olvida tampoco porque gracias a él pude conocer y escuchar por tercera vez en una semana a Diego Baillón, el genial pianista boliviano. En el escenario el Cutu demostraba una energía que parecía no salir de su cuerpo, era infatigable. Siempre fue un espectáculo. Lo recuerdo en el club Amanda tocando a dos trompetas con la Santiago All Stars; lo recuerdo otra vez en medio de un solo webiando a Parquímetro por sus zapatos blancos; lo recuerdo incluso, a lo Prince, tirando su instrumento lejos luego de terminar la canción y también a un costado de un escenario pidiendo subir a tocar curao junto a Serena Brass a la Dixie, lo dejaron y la hizo. Parece que la música le quitaba la resaca. Lo recuerdo siempre sonriendo, de guayabera, gozador, siempre echando todo a la broma. Nada era realmente importante salvo vivir y por supuesto la música.

Por eso llevó su vida y su arte al extremo. Su sonido era como él, virtuoso, enfático, resuelto, juguetón, avasallador por alegría, docto y vulgar, religiosamente pagano, alejado siempre de toda solemnidad. Los altos espíritus de la música, como espíritus que son, por supuesto permanecen. No necesita volar alto porque el cliché le queda corto y porque además su sonido lo hizo y en él iba e irá por siempre. Pedirle además a alguien como él que se elevase sería perder el tiempo. «Ningún ángel culiao podría levantarme» habría dicho, pero la verdad es que él no permitiría que nadie se lo llevara lejos de la tierra y el mar de su amado Coquimbo, ahí descansará, siendo parte para siempre de ese secreta improvisación que forman el destino de los pájaros con el rumor de las olas. Pedirá su trompeta, un vaso con dos dedos de pisco entre el pulgar y el meñique y acompañará. Y que no le lloren mucho, a los muertos y a los vivos hay que bailarlos.

Fotografía: Rodrigo Acuña Bravo

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