La primera y la segunda guerras mundiales –– con sus cien millones de muertos, sus bombardeos, invasiones, hambrunas, cámaras de gases, exterminios, desplazamientos forzados y dictaduras –– fueron según Eric Hobsbawn una sola guerra. De su electrizante relato voy sacando, no sé si es cierta, la conclusión de que la causa de tanto maltrato estuvo en la pretensión de las grandes potencias de entonces de comandar cada una de ellas el capitalismo, lo que es una ingenuidad: el capitalismo, como señalaba Marx, es tan dinámico y expansivo que opera globalmente y siempre con imaginación, entrelazándose con el desarrollo tecnológico, y obedece más a las empresas que a los estados.
Y como la inteligencia colectiva de los seres humanos es más torpe, entre los deseos miméticos, los impulsos tribales, la desigual repartición de la riqueza y, según Hobsbawn la personalidad de Hitler que había sido soldado o sea carne de cañón en la primera, y sentía que Alemania estaba humillada, estando además él en posición de provocar la guerra al liderar a la extrema derecha de entonces, es así que tres décadas más tarde se rearmó el conflicto comenzado en 1914. Lo había previsto Keynes y no le hicieron caso.
Se trataba desde entonces de una guerra total, de todo el planeta, y que sólo podía terminar con victorias o derrotas finales. No contaba Hitler con la fuerza de quienes finalmente se adjudicaron la victoria y se repartieron la torta geopolítica resultante en base no tanto a una supuesta paridad de poder real, sino por chantaje del terror atómico: la URSS y los EEUU.
Como activo comunista que fue, eso sí en Londres, Hobsbawn entra mucho en los temas revolucionarios, que por lo demás sacudieron intensamente a lo que él llama ‘el siglo corto’, o sea de 1914 a 1990. Dejando ver con claridad que el ‘marxismo’ de la URSS ––que es al que se refieren por ejemplo los y las pinochetistas, y en el que creían y quizás aun creen, no lo sabemos, nuestros y nuestras comunistas–– fue un invento local, un acomodo fake de los textos de Marx. Como fue también fake su supuesto poderío económico.
La experiencia soviética nació y vivió en un ambiente de desastres bélicos, enfrentamientos constantes, ruina económica y amenazas de todo tipo, desde una sociedad que se mantenía casi toda ella medieval, o sea esclavista, lo cual llevó a Lenin, sobrepasado permanentemente por los hechos, a confiar sobre todo en los acerados cuadros del Partido Comunista para sostener el régimen, algo parecido a los curas en el cristianismo.
Se dejó así de lado cualquier asomo de democracia, que tampoco le gustaba a Marx, o de parlamentarismo burgués. Y se dijo adiós a un desarrollo viable para ese experimento comunista atrincherado y burocrático de la URSS y sus satélites, por cuanto ante un capitalismo global un régimen comunista de un solo país o en unos pocos no puede funcionar, es lo que aseveran los teóricos, y de hecho no funcionó. O sea, capitalismo y comunismo no son opciones alternativas de un supuesto menú, no pueden coexistir: lo que Marx en modo profeta planteaba es que el capitalismo es tan dinámico que corre solo hacia su autodestrucción ––lo que más o menos está ocurriendo con el tema del clima–– y que después de eso, o sea alguna hecatombe, la gente se volverá más razonable y compartiremos el almuerzo como personas educadas. Según Keynes el tema de la supervivencia tiene ya soluciones técnicas, y es ridículo pasarse el día y la vida en lo de la economía, pensando ansiosamente en el dinero: hay tantas otras cosas de qué ocuparse.
Adicionalmente, las dictaduras de Lenin y Stalin y sus decadentes sucesores sentían que su deber era defender las fronteras tradicionales del imperio zarista, y así lo hicieron. Hoy es Putin quien cumple esa misión.
Es una lectura intensa, densa, extensa, y haciéndola uno palpa lo idiotas que podemos llegar a ser los humanos colectivamente cuando nos ponemos demasiado inteligentes, y cómo estamos a menudo al borde de la autodestrucción total. Como ahora.
Historia del siglo XX
Eric Hobsbawn
Random House Editores; 1999.