No hay que ser injustos. No hay que comparar. Better Call Saul (BCS) es una serie muy distinta de Breaking Bad (BB), aunque compartan escritores, directores, fotógrafos, actores y uno que otro tono. La idea del multiverso es tentadora en sus posibilidades pero también en sus límites. Para empezar y también para terminar, es una serie sobre abogados. BB era sobre narcotraficantes y por eso tanta balacera y vértigo. Eso es fundamental. No es solo la obviedad de que su protagonista principal sea uno de ellos. Lo bueno es que son abogados entretenidos como pocos, aunque ambiciosos como casi todos. Es una serie sobre abogados y por eso Charles McGill es mejor villano que Lalo, por lo cotidiano y porque es el que provoca las heridas más duras y porque sin Charles definitivamente no hay Saul.
El impacto de BB nos llevó a la ansiedad y los errores. Hubo un problema de lectura. Es un universo, Albuquerque, pero donde cada historia funciona en sí misma. Como dos barrios distintos de una misma ciudad que nunca llegan a mezclarse realmente más que por una que otra micro. De esto se desprenden algunos ritmos y temas que terminaron por desconcertar y en no pocos casos, aburrir a cierto sector de la galería. Como la somnífera temporada 2. O los últimos capítulos de la 6, criticados por la falta de velocidad de esas insuperables últimas entregas de BB.
Pero no es culpa de la producción si no de nosotros, los viudos de BB que aún no lo superábamos ni esperábamos una serie que no sabíamos íbamos a llegar a necesitar tanto. Más cuando el capítulo 1 termina con ese sugerente y sorprendente plano de Tuco. Pero ni Tuco ni ninguno de los personajes que venían de la serie anterior fueron los más importantes de esta, ni siquiera Mike, menos Fring. Todos fueron una excusa para hacer brillar a los nuevos. Sin querer no lo queríamos aceptar y no es menor, estamos hablando de una afirmación sin pruebas ni dudas: es BB la mejor serie de la historia. Pero BCS se ubica a su lado sin objeciones, se clava en la cultura popular y proyecta un logro complementario, es por supuesto, el mejor y más original spin off que haya dado la televisión.
BCS arriesga. Fue capaz de arrastrar y soltar a BB en los momentos justos para crecer y madurar con sus propios méritos. Nunca la necesitó tanto al final y por eso los esperados y pobres crossover no fueron relevantes, terminaron siendo casi un fan service. Es cierto que pudieron ser mejores, pero esto no hace más que hablar de los aciertos y posibilidades de BCS, ya disparada en su propio y rico universo donde muchas cosas podían pasar y también en cuanto a los destinos de sus protagonistas. Es cierto que no supimos más de algunos de ellos, pero no se puede pensar en un final redondo coral. Sería pedirle demasiado a una historia que debía empezar y terminar de la forma que lo hizo, porque después de todo se trataba de la suerte y desgracia de un hombre y su historia de amor: Saul Goodman.
No se debe ver tan solo como una precuela, ni juzgarla o quedarnos pegados en sus espectaculares temporadas 4 y 5, cuando el ritmo remitió más a BB y cuando apareció el mejor personaje de la serie junto con Kim, Lalo Salamanca. Eso fue solo un espectacular paréntesis, pero como paréntesis, debió cerrar para volver a lo que vinimos y a ese tono entre melancolía y humor, esa perversa ternura que siempre estuvo. O sea a Saul, a Gene, y también y mucho a James.
Pasados 63 capítulos, los creadores tuvieron tiempo para un último y genial riesgo: olvidar los destinos de su propio origen. Superar la precuela y lanzar hacia el futuro sus destinos. Para lograrlo, recurren a una paradoja siempre sorprendente, hacer mentir a un mentiroso con la verdad. Eso es el elocuente discurso final de Saul, su último y gran truco, pero ahora contra sí mismo, por él mismo.
Un cierre con Saul saliendo a flote una vez más en base a trampas y manipulación sería efectivo pero demasiado obvio. En cambio su triste, hermoso. solitario y final vuelve al origen que curiosamente ocurre varios años más adelante y que configura en sí mismo una especie de virtuosa y breve secuela. Porque ya poco importaba el destino de los personajes y las situaciones detonadas. La muerte de Howard fue el fin de la inocencia. La muerte de Lalo terminó por sepultarlo todo y no solo los cuerpos.
Por eso resultó tan emotivo ese reencuentro y plano casi final grabado en silencio, sin grandes énfasis y donde lo que habló fue la inolvidable fotografía de Marshall Adams. Dos amantes se encuentran por última y sincera vez en una cárcel, repitiendo un gesto que los situó siempre en la complicidad y el afecto; compartir un cigarrillo recostados sobre un muro. Un rayo rompe la penumbra. Y aquello fue por un momento libertad.
De no mediar grandes situaciones, ese hombre morirá en prisión, pero no sin antes hacer un último y necesario gesto que le dió la oportunidad de ser quién siempre debió ser. Porque en medio de ese crepúsculo, ese amor y esa provocadora llama roja que brilla por sobre el elocuente gris, Saul Goodman pudo ser por fin James McGill otra vez, de una vez por todas, y para siempre.