Arrastrado irresistiblemente por Google al abismo de los data y de la IA, al control creciente de lo que hacemos y somos, llego hasta un escritor español atípico que fue herrero, militar, y quedó ciego y mutilado en un ejercicio fallido de artificieros.
José Soto Chica escribe divulgación histórica y novela centradas en una época confusa en que los romanos, bajo la presión de las migraciones del norte, se van autodestruyendo. Según él, los multimillonarios se negaban a pagar impuestos. Soto Chica quería a los 18 ser objetor de conciencia, pero se enroló en el Ejército para complacer a su padre. Estuvo en Bosnia, y ya de vuelta a España quedó ciego y sin una pierna a raíz de una explosión. Entonces se hizo escritor. Jacinto Antón le hizo una entrevista para El País, aquí unos fragmentos:
Mi primer libro de niño, a los siete años, fue una edición juvenil de la Anábasis de Jenofonte. Y desde entonces para mí la historia siempre fue algo vivo. Crecí como lector en la biblioteca de mi pueblo, la lectura siempre ha sido esencial en mi vida. De hecho, mi madre al enterarse de mi accidente lo primero que preguntó tras saber que viviría fue: ‘¿Podrá volver a leer?’
Explica el escritor que a los 18 años quería ser objetor de conciencia, pero hizo el servicio militar para no decepcionar a su padre. Lo realizó en la Brigada Mecanizada XI en Badajoz. Y a resultas de la experiencia decidió hacerse militar profesional. Antes había sido herrero.
A los 17 años dejé el instituto y me puse a trabajar en una fragua en mi pueblo, fueron tres años muy bonitos. Ser herrero es ser un poco mago. He forjado muchas cosas, no espadas, pero sí algún cuchillo.
De enero a abril de 1995, Soto Chica estuvo de voluntario en Bosnia como casco azul con la Agrupación Extremadura. “Fue muy enriquecedor, y a la vez un choque: la guerra es una porquería. El gran fracaso colectivo del ser humano. Muchos milicianos llevaban cetmes, construidos por nosotros: la guerra te quita la inocencia”.
Soto Chica regresó a su base de Cerro Muriano (Córdoba), y allí sufrió el accidente. “Yo hacía de artificiero, desactivaba y levantaba explosivos. Un teniente muy joven que no tenía que estar allí ―no había hecho el curso de explosivos― cometió una serie de errores que condujeron a una explosión inesperada. Yo estaba detrás. Él murió de una forma espantosa. Tres kilos de trilita, una brutalidad. A mí la explosión me arrancó una pierna de cuajo y la vista. Había explosivo para hacer saltar un coche a 40 metros. Yo estuve luego 14 días en coma. Pero a los seis meses ya estaba en la universidad”.
“Al alcanzarte la explosión sientes como si te recorriera un calambre brutal. Pensé que había pisado un cable de alta tensión. Luego pánico. Sentía un miedo atroz, te quieres agarrar a la vida. Una debilidad extrema tras el corrientazo. Me reventaron los globos oculares. Hubo otros soldados heridos, en total 10, uno perdió el pene y los testículos, otro también la vista”.
Después de algo así, uno se pregunta cómo el escritor puede hablar de ello y llevarlo con tanta naturalidad. “No lo sé, un médico me dijo: ‘Puedes hacer dos cosas, ser un problema para los demás o no’. Cuando quedas así, mutilado, dependes para siempre de la gente y yo no quería ser un coñazo amargado”. Tenía 24 años.
Entre sus obras figuran ‘Imperios y bárbaros, la guerra en la edad oscura’; ‘Los visigodos, hijos de un dios furioso’, y ‘El dios que habita la espada’, ganadora del último premio de narrativas históricas Edhasa.
Imagen: despertaferro-ediciones.com