A medida que pasan los años, Fito Páez ha acercado cada vez más sus relatos hacia el plano de la épica. Alejado de la producción de discos memorables como los que alguna vez grabó, ha debido echar mano del pasado para mantenerse vigente. Escribir su vida y revisitar su obra lo ha mantenido ocupado a falta de nuevas grandes canciones. Movimientos tan cercanos del arte como del marketing. El último tiempo, el paquete memorístico le llevó: Gira continental por los 30 años del disco (ya para los 20 se había hecho una); libro; serie para los flojos que no querían leer el libro (porque trata sobre lo mismo) y el anuncio de la re grabación del álbum con nuevos invitados y versiones.
Para el caso de la serie todos se fueron a la segura, incluso Fito que se hizo productor ejecutivo y dejó a cargo a su manager y cuñado, Juan Pablo Kolodziej quien hace de Showrunning, que es la palabra más siútica de lo que va del siglo XXI. Con ese recurso casi administrativo la memoria familiar queda resguardada a través de un excelente pero algo convencional ejercicio de museografía.
Una serie que a todos gusta porque está bien hecha y hecha también para gustar. Sin embargo, que entretenga y cumpla sus pronósticos de audiencia es un desafío retórico. Tiene 5 guionistas y 2 directores. Imposible no meter buenas escenas como singles pero que sin embargo no darán el nuevo gran álbum como ha venido pasando desde hace 24 años cuando lanzó «Abre», quizás su última obra maestra.
En eso cumple al igual que en su impecable factura técnica a pesar de ciertos interiores (bares), atardeceres y exteriores de cartón piedra (como la sofisticada iluminación de la calle cuando el tío llega al lugar de los asesinatos, eso parece un comercial)
Hay momentos buenísimos, son principalmente aquellos ligados a la nostalgia, que vende siempre lo que Fito ya no tanto. Y es, la nostalgia, el motivo principal para entrarle a sus ocho capítulos. Por supuesto hay mucho fan service. Todos esperamos que aparezcan nuestros ídolos. Y todos sabemos también en parte la historia porque estuvimos en ella de alguna u otra manera. La recreación de época es total. Las actuaciones impecables y las caracterizaciones mejores. Salvo un Milanés y un Spinetta bastante improbables, y un caballo superdotado que nace gigante y corriendo en tres tiempos, todo avanza por el lado de la credibilidad.
No obstante cada cierto tiempo cae, ya sea por exceso de ego, de épica o impericia. Nos gustan las historias trágicas, somos morbosos por naturaleza, y lo somos más con los famosos, pero la insólita escena de Fito en pálida arrastrándose cuadras por todo Buenos Aires está al borde de todo. Es entonces cuando uno se pregunta por qué mejor no elegir el camino de la fantasía por sobre la ficción. La ficción da licencias pero tiene límites. La fantasía prescinde de ellos en pos de la metáfora y la hipérbole y por eso «Rocketman» (Dexter Fletcher; 2019) es el mejor biopic de la historia y «I’m not there» ( Todd Haynes; 2007) el más jugado. De hecho son los momentos donde se enuncia el formato musical o de videoclip los mejores, los más emotivos; y no es para menos, tiene un cancionero inapelable y es Fito Páez el mejor compositor de canciones de toda la Galaxia.
La serie cumple en su efectividad narrativa y sentido del espectáculo, no así en su originalidad y convicción por el riesgo. El «Amor Después del Amor» comienza igual que Bohemian Rhapsody (que es el peor biopic en la historia del cine): el artista ya consagrado ingresando a un show y justo antes de cantar se detiene la escena. Ese recurso, más trillado que las mismas giras y revisiones que Fito ha hecho sobre el disco, delimita los alcances creativos del proyecto y expone su contención, esa zona de confort que Mandarina Contenidos no está ni ahí con abandonar.
Es una paradójica decisión tratándose de una biografía de rock & roll. Está el riesgo de una época feroz y también el de la vida de un artista al límite, y sin embargo qué poco hay de todo aquello en el montaje y la cinematografía. Entonces, por muchos saques que se pegue el personaje de Fito no hay grandes desbordes en el guión. No es «El Proceso» de Orson Welles (1962) filmando la palabra y la atmósfera, la materia y lo abstracto del texto original.
Es la estética de Netflix y la narrativa de Wikipedia, imágenes sin textura definida y un compendio de grandes éxitos y fracasos de una vida. Un falso documental actuado y alimentado por continuos y algo agotadores flashback hacia la infancia para conectar con el nudo central de la obra. Todo en un ritmo televisivo y muy dado hacia las masas, tanto así que la serie termina igual que Bohemian Rhapsody, con la recreación de un concierto que se puede encontrar en Youtube. Así de segura y simple iban a ser las cosas.