Alfonso Calderón es lo más parecido a Borges que tuvimos en Chile. Y claro, como Borges, como toda enciclopedia, puede terminar abrumando por grandeza, acaso por infinito, como sus bibliotecas interminables (partían en el living y terminaban en los dormitorios) y la imposibilidad de sus obras completas. Perteneció a una estirpe de escritores que ya casi no existen y del cual él fue el más conspicuo, sí, estamos hablando de una época donde se usaba la palabra conspicuo.
Leo a Calderón en sus textos más modernos y aún así parece escribir desde otro tiempo. Como estos, fechados en su mayoría durante la segunda década de los 90. Aunque en realidad parecen no tener tiempo y de ahí su vigencia. «El vicio de escribir» reúne crónicas sobre muchas cosas pero centradas principalmente en el arte, que también puede ser el arte de vivir, porque no se sabe si lo que mejor hacía Calderón era escribir o vivir. Él dirá, como Borges, que lo que mejor hacía era leer. Él dirá claro, muchas cosas, pero desde luego hizo de su vida una obra, de la autoficción un género y de sus crónicas libros imprescindibles. Este es por supuesto uno de ellos.
Se sabe que la crónica toma su poder en los vértices. Desdeñada a veces desde la literatura como recurso menor y materia de periodismo, lo cierto es que reúne lo mejor de ambas expresiones. La buena crónica sintetiza la mejor literatura. Es donde lo cotidiano toma su lugar en la historia y Calderón fue su último gran representante en el siglo XX.
Siempre he pensado que tomando sus palabras (sus crónicas y diarios) podría escribirse una nueva y buena historia de Chile. Tendría inteligencia, cariño, poesía y un sentido más ligado a la belleza que a lo republicano. Sin olvidar por cierto la tragedia y el desgarro, el dolor por un país fusilado y desparecido, como su hermano Jorge Peña Hen. Humanista, ateo y formado en el marxismo, fue la escritura su verdadera y más concreta ideología y a través de la cual declaró principios. La defensa de los derechos de las mujeres, críticas a la inversión pública en cultura (fue sub director de la Biblioteca Nacional); la devastación emocional por el golpe militar; la alerta por el deterioro medioambiental, la cultura como motor de cambio. Todo eso es «El vicio de escribir»
Crónicas escritas a la velocidad pero también a la profundidad de la vejez. Ejercicios narrativos ya despojados de toda pretensión, inclusive de toda nostalgia (gran virtud de sus textos). Calderón vivió, hasta el último día de su impertinente infarto, paradojas mediante, más aferrado al presente que al pasado. Con miles de notas inéditas en su escritorio incluidas las instrucciones sobre su funeral. Con dos o tres libros pensados para publicar y este es uno de ellos. Calderón, el que hacia el final dictaba textos a sus hijas por teléfono para aprovechar y no romper la promesa del día sin una línea. El que escribía por curiosidad y necesidad, para perder la vida, una pasión que como todas se volvió un vicio, el de escribir en su caso, el de leerlo el nuestro.
«El vicio de Escribir»
Alfonso Calderón
Catalonia; 2009.