Reconsiderando en estos días a la pandilla de amigos de mis padres, una red de gente especial… mujeres espléndidas como la Panchita Bertrand, la Lucía Vargas, la Cole Lagarrigue, la Choca y la Nené Aguirre, la Ana Fabres, mi mamá, la Ana González, la Carmen Hamel… y en torno a ellas veía yo evolucionar a esos caballeros de sonrisa fácil, mirada inteligente, seres de libros y citas francesas que combinaban la angustia sartreana con el jolgorio dadá y un humor local inconfundible y personalizado… Eduardo Anguita, Pepe Edwards, el chico Molina, Carlos y Fernando Sanhueza, Carlos Ugalde, Tito Mundt, y a una proximidad distante algunas estrellas como Joaquín Edwards Bello o Vicente Huidobro. Vivían en Santiago en los años cincuenta o sesenta pero se sentían en París, es lo que dice la Manuela Gumucio, se movían como existencialistas en Il Bosco, en la Bahía, en el Tabo.
Y entre ellos se puso de moda leer y comentar festivamente La Montaña Mágica. La editó Ercilla con diseño de Amster y traducción de Hernán del Solar. Tito Mundt le llamaba ‘el cerrito brujo’, en tanto que Pilo Yáñez, eso me lo contó la Pita Barrios en Barcelona, le escribió a Thomas Mann, y Thomas Mann le contestó.
Es muy probable, porque leyendo sus Diarios me enteré un poco cómo llevaba el Dichter su carrera, reservaba un rato para revisar y contestar la correspondencia que le llegaba de todo el mundo, incluyendo la carta de Pilo Yáñez, que así le decía mi papá a Juan Emar, hijo de Eliodoro Yáñez, al que Ibáñez y Ramírez le expropiaron antojadizamente el diario La Nación.
Así es que encargué un ejemplar de esa edición de Ercilla de La Montaña Mágica, y el tomo azul llegó, exhalando, sí, algo como una transpiración cansada, el volumen no está en mal estado pero tampoco en buen estado, igual empecé a leer algunos trozos y el disfrute fue total. Busqué otra edición española de bolsillo que tengo, un tomo medio descuajeringado pero de aroma enteramente mío que debí pegar de nuevo con neoprén las páginas al lomo, y he logrado así seguir disfrutando de la prosa reconfortante de Thomasito. A la Montaña Mágica muchos deciden subir pero son poquísimos quienes logran completar el duro ascenso, yo lo logré una vez que pasaba unos días aburridos en Barcelona, o sea entre paseítos a la Plaza del Sol y tapas de chipirones o patatas bravas me la leí entera la weá, y lo había intentado antes sin éxito tal vez una media docena de veces.
El arte de la conversación florece en ese sanatorio de personalidades educadas y desesperadas donde el ambiente de hospital se ha transformado en algo como un crucero de placer o un hotel de cinco estrellas, y mientras cursan las disquisiciones filosóficas, el pelambre, el flirt… los personajes van muriendo o desapareciendo.
Mann no se achica ante tema alguno: el tiempo, el espacio, el espíritu de los clásicos, los datos acerca de Clawdia Chauchat de ojos caucásicos, arrancados por Hans Castorp a una institutriz durante los almuerzos, las consideraciones del doctor Grotowski acerca de la enfermedad como manifestación lateral de pasiones amorosas no resueltas, la música como políticamente sospechosa, el dramático duelo entre Settembrini y el maligno Naphta, en fin… imagino de nuevo las conversaciones en mi casa o en la casa de los Sanhueza o en la mansión que tenían los Hamel en Reñaca…
Aparte de la que abandoné en Barcelona donde abandoné tantas cosas tengo ahora, pues, dos versiones en castellano, en alemán me sería imposible, de La Montaña Mágica, Der Zauberberg… casi nadie lee ahora estas montañas literarias, yo mismo ando mucho detrás del meme y el reel, nos vamos norteamericanizando…
Oh, Settembrini… ay el homoerotismo de Castorp o de Mann desplazado hacia madame Chauchat, las mejillas azules del doctor Behrens, la nieve del cantón de los Grisones, las excelentes mantas y almuerzos del Berghof, la enfermedad como manifestación del amor no admitido y rechazado…