La Nación Clandestina

«La Nación Clandestina» es una de esas obras a las que el paso del tiempo no hace más que engrandecer. Parte de su grandeza es su actualidad, como la discriminación, la pérdida de la identidad y la violencia política en Bolivia, sus decenas de Golpes de Estado desde mediados del siglo XX.

Película emblemática de un país, un grupo de cine (el Ukamau) y de toda una manera de entender y hacer el Nuevo Cine Latinoamericano, esa invaluable camada de autores y autoras que volcaron su mirada hacia los movimientos sociales y de resistencia en el continente. De todos ellos ninguno tan estilísticamente genuino como Jorge Sanjinés, quién desde el interés por los conflictos de los indígenas altiplánicos prácticamente vació toda una cosmogonía en sus guiones e imágenes.

¿Quiénes hacían de indígenas en las películas? se preguntó el realizador hace más de 50 años. La respuesta le llegó desde Hollywood o la industria mexicana con nombres como María Félix y Pedro Almendáriz. Pero Sanjinés no quería traicionar con su cine los principios básicos del mundo andino. Desde entonces no sólo integró a la población Aymara a sus trabajos, también su lengua, su noción circular del tiempo y el valor de lo comunitario, reflejado en protagonismos colectivos antes que individuales.

Sanginés estaba tan interesado en las temáticas como en la manera de presentarlas. Consciente de la vocación política de sus obras, desestimó mensajes literales y simplistas a cambio de aquellos vinculados al misterio de una montaña o el infinito de una pampa, al tiempo como una presencia viva y simultánea, el futuro que desde atrás mira el pasado por delante. «No hago panfletos – dijo – busco hacer obras de arte». 

A pesar de su aparente complejidad narrativa (que el propio director confesó era más para el citadino que para las comunidades), la historia es bastante simple: un hombre decide volver a la comunidad altiplánica de la que ha sido expulsado hace algunos años. Quiere volver para bailar el Tata Danzante, o sea quiere bailar hasta morir. En medio de todo, los militares acechan en paralelo como una sombra. Entre esa decisión y el inolvidable plano final están desplegadas la poesía y el horror; la comunión y la violencia; la muerte y la vida como continuidad antes que como resurrección, largos planos memorables de una tragedia que es al mismo tiempo la tragedia de todo un continente, ese mestizaje hecho de alienación, traiciones y despojos.

A Sanjinés claro está, le maravilla el mundo andino, pero no elige filmarlos desde el romanticismo sino desde la justicia. También desde la tensa vinculación con la modernidad, representada aquí por la ciudad, una ciudad que Sanjinés filma como si fuera la antesala de algún tipo de infierno, hacia abajo, ajena, anónima y de la cual sólo conocemos por sus trágicas consecuencias.

Hay una proeza técnica que no se puede soslayar. «La Nación Clandestina» fue filmada en 100 secuencias y 100 planos, sin cortes ni montaje, lo que quiere decir que los rigores para iluminar o actuar se extreman. Es un arrojo visual sorprendente por su creatividad y su prodigiosa factura natural, sin artificios, apenas 11 hombres y una mujer haciendo de todo con una cámara y tres pesos, actores y actrices no profesionales que sin quererlo convierten a ratos la película en un documental igual de poderoso, igual de necesario y legítimo, porque para una obra como esta la realidad y la ficción son dos problemas más propios de la crítica que del buen cine.

«La Nación Clandestina»
Jorge Sanjinés; 1989.
Bolivia

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